Zambeando en coplas las rutas transitadas,
Los pueblos y calles caminadas en silencio,
Siempre recuerdo que en aquellos recorridos conocí gente querida,
Que ponía en canciones cada experiencia vivida.
¿Cómo olvidar los caminos antiguos de La Quiaca,
La calle de las brujas en La Paz, o el casco colonial de Cuzco?
Tantos rostros, historias y acuerdos para volver a vernos,
con personas de las cuales sabíamos que no sucedería jamás.
Suena el bombo, suena la guitarra, cantan las voces
y se pierden en la oscura noche, que las desagota a la eternidad,
a la sombra del olvido irrecuperable,
de la anécdota casi dogmática, del recuerdo compartido en soledad.
Y cada tanto, al compartir un vino,
recuerdo a los amigos que ya no están,
Aquellos que se adelantaron a partir,
y de quienes quedan sus reflexiones y gestos.
Las manos curtidas por el duro campo y el viento solano de la tarde,
En un pueblo provinciano del norte,
Los mates compartidos en un puesto de pastoreo perdido cerca de la cordillera del sur,
Personas que desconozco si alcanzaron sus sueños, y no tengo forma de volver a verlas.
A veces me pregunto si alcanzaron la felicidad, que tanto añoraban,
y tal vez soy yo quien no entendió algo simple, que ellos ya eran felices donde estaban.
La vista del campo, el viento que lentamente peina el pasto,
Las gallinas paseando, y el caballo haciendo compañía junto con los perros.
Si hay algo que entendí en mis desarraigos,
Es que nadie puede encontrar la felicidad lejos,
Si antes no la encontró cerca,
Cerquita de su casa, de sus afectos, de su gente.
Resta compartir los momentos que van quedando,
sabiendo que ninguno de los comensales de esta vida estaremos para siempre,
de a poco nos vamos a ir levantando,
y la mesa de a poco, así como se llenó, se va a ir vaciando.
Es casi paradójico que en la mesa que espera después de esta vida,
El Señor va a ordenar servir vino,
y de a poco los comensales se van a ir sentando,
Mientras esperaremos mirando con ansias que se sienten los nuestros.
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