El fallecimiento tras un trágico accidente, del ex-gobernador de la provincia de Córdoba, Juan Manuel de la Sota, es un hito en el devenir de la realidad política argentina.
Y este mencionado hito, no tiene tanto que ver con la conyuntura, sino con los temas un poco más trascendentales.
Obviamente, sus familiares y gente querida, lloran al difunto con dolor. Pero también lloran otros dirigentes, no tan allegados ni tan queridos.
Y es que, si hay algo que une a los hombres y mujeres, es un destino común, la muerte.
La juventud, es aquella bella de sonrisa cálida, que promete ser eterna, hasta los extremos de la negación de su final, aunque ya peinen arrugas quienes creen seguir contemplándola.
De la Sota iba a lanzar su candidatura a presidente, era un hombre del poder.
La muerte de De la Sota refleja en los rostros de los asistentes, mientras miran al féretro, la inutilidad del poder.
Tan inútil, vano, intrascendente, inestable y efímero es el poder humano, que es incapaz de resucitar un muerto, ¿quienes querrían desperdiciar su vida en pos de esas ventajas tan endebles que da el poder? Y esta es la respuesta que unió a todos los dirigentes que acudieron a su despedida: todos.
La prédica de Cristo incomodaba, porque evidenciaba esta realidad miserable de la condición humana; con dos comentarios distintos se cargaba (cuestionaba) el sistema político y religioso de sus paisanos, poniendo de relieve que intentaban construir un mundo que estaba destinado a destruirse, para empezar de nuevo en la era venidera, con el liderazgo de Cristo resucitado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario