En las criollas tierras, donde se adora a la figura de un ladrón, llamado "Gauchito Gil", se veneran los fines últimos sin ponderar los medios.
Con aquel mal llamado "cristianismo criollo", ha penetrado la tolerancia a distintos cultos de 'divinidades', que el mismo Dios -Cristo- condena bajo la figura de ídolos o idolatría que es lo mismo.
Se idolatra el fútbol, algunas figuras políticas, algunos artistas, las colas de Tinelli, las marcas internacionales, e incluso nuestro propio caudillismo apátrida, o mejor dicho de la patria del billete.
Y es por ello que así como pretendemos ser un país civilizado, mientras nos colgamos los espejos de colores a cambio del oro que nos rodea, no vemos que nuestra propia cultura nos está condenando al colapso.
Y colapso sería un término benévolo.
Es que desde el inicio de nuestros primeros pasos como patria, hemos tenido el mismo desarrollo que un niño mal criado.
Entraban y salían las encomiendas del contrabando en las tierras del virreinato, y quien no se sumaba a la algarabía del movimiento económico que nos permitía "seguir funcionando", era excomulgado simbólica y materialmente de la religión institucionalizada.
Así surge el 'porteño', ávido observador y concertador de las oportunidades, siempre con dinero y trabajo ajeno, a fin de evitar 'laburar de gusto', términos antagónicos y contrapuestos en personalidades sibaritas y parásitas, tan alejadas del trabajo como del honor.
Y así se desarrolló nuestra historia, conviviendo con una patria subterránea y trabajadora -en los términos de Eduardo Mallea-, motor de la economía y la familia, y los vivos o pícaros, que siempre encuentran un lugar donde acojerse y mandonear, sea un sindicato o un puesto electivo.
La revolución financiera que Marx no vio ni previó, trajo una no poco importante casta de otros pícaros que se autodenominaron 'el mercado', que en Argentina es menor que el brasilero.
Y así, ahora conviven en la puja por la dura labor de la administración de lo ajeno los llamados grupos financieros, codeándose fuerte para ganar terreno a las telcos, los industriales y los políticos de turno, éstos últimos potenciales socios temporarios.
Y así camina la patria, renga. Pero por lo menos algo camina.
La guita de los bolsos y de las bolsas.
Se escandalizan todos, por lo que todos sabían. Aquella palabra que define a la democracia del robo, la Cleptocracia, define a nuestra política desde sus inicios.
El pedido de retornos, de coimas para la obra pública, o cometas para levantar las manitos en los concejos deliberantes, cámaras de diputados y senadores, ha sido desde siempre una constante, casi un estilo de vida democrático.
Porque el problema es siempre el mismo, el mismo corazón avaro y ambicioso del hombre -y de la mujer-, incorregible para cualquier sistema político y económico. Sino pregúntenle a Lenin porqué los nuevos terratenientes luego de la revolución, fueron sus generales.
En esta oleada de arrepentidos, se está barriendo abajo de la alfombra.
¿Cómo se atrevieron a robar por fuera del sistema bancario? ¿Cómo se atrevieron a querer desplazar a los empresarios del bien, que desde hace décadas vienen construyendo la patria? ¿Quiénes se creen, para pretender instalar una nueva oligarquía con -otros- ladrones?
Y así vemos que en la década ganada volaron bolsos, muchas veces literalmente en avión como los de Wilson, con los billetes físicos, para fines indecibles y de procedencia insondable.
Así, apenas recuperado el poder por la oligarquía histórica, la del bien, se dio curso a la investigación y sanción de tal falta de respeto, tal desacato, tal aventura temeraria.
Y de este modo, también cambiaron las reglas de juego.
De la historia se aprende, y ahora el negocio no debe volar en bolsos, sino en la bolsa, o las bolsas, ya sea en corridas cambiarias, emisiones de bonos, letras, lebacs, deuda a cien años, o cualquier otro instrumento financiero que entregue retornos gigantes en blanco, líquidos, a la luz del día, a la vista de todos, y bajo la sospecha de nadie.
Y así va la patria, caminando renga, con un cúmulo de personas que le prenden la velita al gauchito, honrando de fondo los valores que nos condenan.
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